Es difícil, por no decir imposible, encontrar a alguien a quien la paleontología haya pasado más por alto que a Mary Anning. Fue la responsable de importantes hallazgos fósiles, especialmente de la época jurásica, pero lo tenía todo para que la comunidad científica la ignorase y le diera la espalda: era pobre, de una confesión religiosa distinta a la anglicana en la Inglaterra del siglo XIX y, especialmente, su gran pecado fue ser mujer.
Anning nació el 21 de mayo de 1799 en Lyme Regis (Dorset, Inglaterra), en el seno de una familia de clase baja y de religiosos disidentes, por lo que sufrieron durante años una discriminación, tanto social, como legal. Desde que era muy pequeña, se dedicó a acompañar a su padre a buscar fósiles a las playas y acantilados. En esa época el coleccionismo de fósiles estaba de moda entre las clases acomodadas y los Anning encontraron en ellos su modo de subsistir. Aunque lo que nació siendo un pasatiempo, poco a poco pasó a convertirse en una ciencia tan importante como la geología o la biología.
En 1812, con tan sólo 12 años, Mary Anning realizó su primer hallazgo extraordinario: un esqueleto de ictiosauro, un reptil marino fosilizado de unos cinco metros de longitud. En ese momento comenzó su notable carrera como paleontóloga, a la que dedicó 35 años de su vida, y sus primeros contactos con la comunidad científica, que acudían a ver a Anning asombrados por sus descubrimientos.
Hizo otros hallazgos, por lo que su reputación fue creciendo en Inglaterra primero y, posteriormente, en toda Europa e, incluso, Estados Unidos. Encontró el primer plesiosaurio, uno de los primeros y mejores pterodáctilos y varios fósiles de invertebrados, como los belemnites. No sólo sorprendía su facilidad para encontrar fósiles, también su delicadeza a la hora de extraerlos para no dañarlos: sólo el plesiosaurio le llevó diez años de paciente excavación.
Con 27 años pudo abrir su propio negocio, El almacén de fósiles Anning, al que acudieron varios científicos a comprarle fósiles. Varios de esos científicos publicaron escritos sobre dichos fósiles, aunque, curiosamente, olvidaban mencionar el nombre de Anning. Sólo excepcionalmente algún científico sí la mencionaba en sus publicaciones, como hizo William Buckland en 1829. Para la comunidad científica era intolerable aceptar entre sus miembros a una mujer, que, además, era analfabeta. Y efectivamente, Mary Anning apenas sabía leer y escribir, lo que quizá debería añadir más mérito a la formación autodidacta que fue adquiriendo durante esos años. Anning se encargaba de diseccionar peces y sepias para compararlos con los fósiles que encontraba, lo que le permitió aportar dibujos y descripciones muy competentes para los estudiosos de la época.
Pero lo más importante del trabajo de Anning no fueron los fósiles en sí, sino lo que significó el haberlos encontrado, ya que todos estos hallazgos permitieron que se demostrase la teoría de la extinción de las especies y que, años más tarde, Charles Darwin pudiera formular su teoría sobre la evolución y la selección natural. Hablamos de una época en la que el creacionismo era la ideología imperante, la cual, más o menos, venía a decir que todos los animales eran una creación de Dios y que la creación de Dios era perfecta, por lo que era imposible que ningún animal se hubiera extinguido. Pero ante los hallazgos de Anning, los creacionistas poco pudieron decir para refutar la teoría de la extinción.
El 9 de marzo de 1847, Mary Anning murió a causa de un cáncer de mama, pobre y despreciada por una comunidad científica, que siempre la consideró una intrusa. Una amiga suya escribió: "Mary dice que el mundo la ha utilizado hasta la saciedad... estos hombres de ciencia han chupado su cerebro, y han sacado un gran partido publicando obras, de las cuales ella elaboró los contenidos, sin recibir nada a cambio".
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Vidriera en honor a Mary Anning |
Tras su muerte, la Sociedad Geológica de Londres, que durante toda su vida se negó a reconocer la importancia de su trabajo, la homenajeó con un panegírico escrito por Henry de la Beche; convirtiéndose en la primera persona que no pertenecía a dicha Sociedad en recibir un homenaje y también, por supuesto, en la primera mujer. También la iglesia parroquial de su pueblo natal la homenajeó instalando una vidriera en su honor y varios escritores la mencionan en sus obras, como Charles Dickens o John Fowles en La mujer del teniente francés. Tracy Chevalier escribió una biografía suya llamada Las huellas de la vida.
Hoy en día, los fósiles que encontró Mary Anning pueden ser contemplados en los Museos de Historia Natural de Londres y París.
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